Cada semana salen a la luz noticias que nos hacen creer en el deporte como medio de educación para los más jóvenes. Valores como el esfuerzo, el trabajo en equipo y la aceptación del fracaso son muy fácilmente entendibles por ellos al vivirlos desde dentro.
Desgraciadamente, también salen a la luz, de vez en cuando, otros sucesos que producen vergüenza. El último, el pasado fin de semana en Canarias. Allí, en un partido de benjamines (9 y 10 años) un jugador fue expulsado y, acto seguido, propinó dos patadas al colegiado.
El suceso es una muestra del fracaso a todos los niveles que se está produciendo en casos como ese, ya que está fuera de lugar que un niño tan pequeño tenga ese tipo de comportamientos. ¿A quién le copia? ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Por qué no ve nada malo en hacerlo?
Lo peor de todo, según recoge el acta, es que ningún miembro de su club, nos referimos a los adultos, por supuesto, ha condenado el hecho ni le ha explicado al joven que eso no se puede hacer, que la violencia no es el camino y que el árbitro debe ser respetado, al igual que todas las personas.
Los platos rotos, al final, los paga el niño. Tendrá que estar siete meses sin jugar por un acto absolutamente condenable y por el que debe ser castigado. Sin embargo, los padres, directivos y entrenadores que se apoderan del fútbol base para liberar sus frustraciones, crear ambientes hostiles y proferir insultos seguirán haciéndolo. El problema está en la raíz.